Comentario
El mundo surgido después de la Segunda Guerra Mundial fue muy distinto del de la preguerra, en especial desde el punto de vista de las relaciones internacionales. Como sabemos, desde el final del conflicto se clausuró la época de la preponderancia europea y empezó la era de las grandes potencias. Estas fueron, en adelante, dos, los Estados Unidos y la URSS, y ambas eran extraeuropeas. Hasta entonces, en cambio, el predominio había sido de potencias europeas de tamaño medio como Alemania, Francia o Gran Bretaña, mientras que ahora se enfrentaron Estados gigantes. Por si fuera poco, el resultado de la guerra tuvo como consecuencia que los países europeos perdieran el prestigio y la influencia en los países colonizados y eso concluyó por modificar el panorama. Pero un rasgo fundamental del nuevo mundo surgido de la guerra mundial, no es sólo el hecho de que fuera dominado por esas superpotencias sino la realidad de que la paz entre ellas resultó desde un principio fallida.
Los aliados hubieran querido perpetuar la solidaridad entre las "Naciones Unidas", denominación ya utilizada durante el conflicto, y establecer un nuevo sistema de relaciones internacionales. Para ello un elemento esencial era la creación de una nueva organización mundial que aprovechara la experiencia de la Sociedad de Naciones y fuera capaz de superar sus inconvenientes. Desde el momento de la elaboración de la Carta del Atlántico, en agosto de 1941, se había pretendido por el presidente norteamericano establecer los nuevos principios del orden internacional. De él se habló en repetidas ocasiones en las conferencias entre los grandes habidas en Moscú y Teherán. Los expertos reunidos en Dumbarton Oaks, en otoño de 1944, establecieron los principios de la ONU. En Yalta, a comienzos de 1945, se plantearon y resolvieron cuestiones espinosas como las relativas a la representación de la URSS. Pretextando que el Imperio británico era una unidad política, los soviéticos querían quince puestos en la Asamblea pero sólo lograron tres, para la Federación rusa, Ukrania y Bielorrusia, respectivamente. Llegados a este acuerdo los grandes decidieron reunir una conferencia constitutiva de la nueva organización en San Francisco, entre abril y junio de ese mismo año. La carta fundacional fue suscrita por cincuenta Estados el 25 de ese último mes.
En Yalta los tres grandes, por influencia principalmente norteamericana, habían decidido los procedimientos que serían aplicados para evitar los inconvenientes que en su momento tuvo la Sociedad de Naciones, de los cuales el principal fue el principio de unanimidad en las decisiones. La nueva organización dispondría, en consecuencia, de un directorio de grandes potencias, miembros permanentes del Consejo de Seguridad, que disponían del derecho de veto a los que habría que sumar miembros no permanentes elegidos por dos años hasta completar once miembros en 1946 y quince a partir de 1966. Su papel tenía que ser decisivo en las cuestiones relativas a la paz y la seguridad al tener capacidad para tomar resoluciones que impondrían obligaciones a los Estados. Por su parte, la Asamblea venía a ser la encarnación de la Democracia a escala universal y entre los Estados. Aparte de admitir a nuevos miembros y elegir a los no permanentes del Consejo de Seguridad, la Asamblea no podía tomar otras decisiones que las de carácter muy general, llamadas "recomendaciones", que debían ser aprobadas por dos tercios de los miembros presentes y votantes. Sin embargo, en la práctica, las Asambleas de la ONU se convirtieron en grandes foros internacionales. El secretario general -el primero fue el noruego Trygve Lye, elegido por acuerdo entre soviéticos y norteamericanos- también desempeñó un papel creciente en el escenario internacional. La ONU, en fin, vio cómo se incorporaba a su organización una serie de organismos e instituciones especializados respecto a los cuales el secretario general ejerció una función coordinadora.
Toda esta arquitectura organizativa pronto se demostró impotente para encauzar la situación internacional por la incapacidad de entenderse las grandes potencias. Ya en enero de 1946 los países anglosajones se quejaron ante el Consejo de Seguridad de la ocupación del Azerbaiyán iraní por parte de la URSS. En la comisión de energía atómica de la ONU los Estados Unidos presentaron el llamado Plan Baruch que supuso remitir a un organismo internacional el desarrollo de la energía nuclear prohibiendo su uso bélico. Acheson, el secretario de Estado norteamericano, llegó a decir que si no existía acuerdo con la URSS en este punto a lo máximo que podría llegarse es a una "tregua armada". Pero los soviéticos rechazaron el plan mientras que un clima crecientemente enrarecido por el descubrimiento del espionaje mutuo hacía crecer las dificultades entre ambas superpotencias.
En realidad la dificultad de comprensión entre esas dos grandes potencias venía de antes y se había hecho manifiesta a lo largo de las grandes cumbres que habían tenido lugar en el transcurso de la guerra. En esas reuniones se tomaron decisiones que afectaron al futuro destino del mundo. Lo que ahora nos interesa es recalcar las diferencias de criterio. Roosevelt, que partió para Yalta tan sólo dos días después de la inauguración de su tercera presidencia, parecía haber estado angustiado por la necesidad de construir un nuevo orden internacional; como Moisés, llegó hasta la tierra prometida pero no pudo entrar en ella. Churchill y Stalin se ocupaban de cuestiones mucho más prosaicas y concretas. El primero se quejó de que se pretendiera en tan sólo unas horas resolver la cuestión alemana y, por tanto, el destino de millones de seres humanos.
Una anécdota describe la profunda desconfianza existente entre los soviéticos y los británicos. Churchill, aludiendo al problema de las reparaciones, dijo que para tirar del carro de Alemania era preciso poner por delante un caballo como para indicar que este país necesitaría un motor de desarrollo, pero Stalin le repuso que el caballo podía dar una coz.
Cuando tuvo lugar la reunión de Postdam, en julio de 1945, ya había motivos muy importantes de desconfianza entre las dos grandes superpotencias. No versaban sobre áreas de influencia sino acerca de la forma de ejercer ésta. En el Este de Europa ya se había producido la toma del poder por parte de los comunistas en Rumania y en Polonia, la cual había estado en el origen del estallido de la guerra. Los partidarios del Gobierno exiliado en Londres durante toda la Guerra Mundial fueron detenidos como supuestos colaboracionistas con los alemanes. Por su parte, los aliados habían admitido, con duras quejas por parte de los soviéticos, la rendición de ejércitos alemanes en el Este, e incluso habían mantenido conversaciones con militares alemanes en Berna, incrementando de forma exponencial la habitual tendencia de Stalin a la susceptibilidad. Mientras que Churchill, deprimido y derrotado en las elecciones, desapareció del panorama, Truman, poco ducho en política exterior y con tendencia a la elementalidad, representó un talante distinto al de Roosevelt, no dudando en revelar la existencia de la bomba atómica con lo que esgrimía un arma que bien podía ser utilizada contra el antiguo aliado. Stalin estaba informado de su existencia y, por tanto, en nada se vio afectado por la noticia. La conferencia estuvo mucho mejor organizada que Yalta y duró más, pero su resultado fue acogido con escepticismo por una opinión que la había seguido puntualmente porque, en la práctica, fue seguida día a día por la prensa.
Con esos antecedentes, condenada al mal funcionamiento, la organización internacional destinada a resguardar la paz, a lo largo de 1946 y 1947 se fue convirtiendo en cada vez más inevitable el camino hacia el enfrentamiento en el panorama internacional de las dos superpotencias. En Moscú tuvo lugar una conferencia de ministros de Asuntos Exteriores de los grandes en que quedó prevista la celebración de una reunión en París de 21 de los países vencedores en la guerra con cinco de los vencidos. Molotov aceptó esta decisión, gracias a que los aliados, por su parte, toleraron que los cambios introducidos en la composición de los Gobiernos de Bulgaria y Rumania fuera mínima. En esta segunda ocasión, en la capital francesa los acuerdos de paz se cerraron con dificultades importantes -febrero de 1947- pero la posibilidad de algo parecido con respecto a Alemania y al Japón quedó en la lejanía de un horizonte remoto.
Italia perdió sus conquistas de la era fascista que se convirtieron en países independientes (Albania y Etiopía) o pasaron a Grecia (Rodas y el Dodecaneso) pero se plantearon conflictos respecto a las restantes colonias y también en relación con Trieste, largo tiempo disputada con los yugoslavos (hasta 1954). Rumania perdió Besarabia y Bukovina pero incorporó Transilvania; Bulgaria mantuvo sus fronteras aunque recuperó pérdidas territoriales anteriores y la gran perjudicada por el acuerdo en el centro de Europa fue Hungría quien cedió, aparte de Transilvania, zonas menos importantes a la URSS y a Checoslovaquia. Finlandia, además de sus cesiones territoriales a la URSS, tuvo que pagar fuertes reparaciones.
En cambio, no se llegó a ningún acuerdo principalmente sobre Alemania, problema mucho más importante que el de Japón, en donde en la práctica no había más que una ocupación norteamericana y no de otros países. Para esta última se había pensado en una ocupación sometida a una autoridad compartida entre los aliados pero, para que pudiera existir, resultaba imprescindible un acuerdo político esencial que estuvo siempre muy lejano de plasmarse en la realidad. Stalin, que había defendido en un principio la idea de trocear Alemania, la abandonó. Fue tan sólo Francia quien se mantuvo en una posición parcialmente identificada con esta idea reclamando el control del Sarre y la internacionalización del Ruhr. Ambas potencias reclamaron el estricto cumplimiento de un programa de reparaciones, la primera por el procedimiento de desmontar las fábricas alemanas, y la segunda por el de compensar sus pérdidas a base de carbón. Pero, de cualquier modo, la cuestión alemana no sólo no quedó resuelta sino que no llegaría a estarlo de forma definitiva hasta 1989.
En realidad, cuando los mencionados acuerdos de París fueron suscritos, ya el clima internacional se había deteriorado gravemente. A lo largo de 1946 se produjeron escaramuzas en la ONU. Incluso cuando había coincidencia -como, por ejemplo, a la hora de condenar al régimen español-, en realidad cada uno de los dos bloques estaba defendiendo posiciones divergentes (la URSS deseaba desestabilizar la retaguardia occidental y los anglosajones una transición pacífica a una Monarquía liberal). En marzo de 1946, en un discurso en Fulton, Estados Unidos, Churchill denunció que sobre el viejo continente se había desplegado una especie de telón de acero desde Stettin, en el Báltico, hasta Trieste en el Adriático. El dirigente británico no creía que la URSS quisiera la guerra pero sí los frutos de la misma y una expansión ilimitada de su poder y de su doctrina. Por su parte, George Kennan, el embajador norteamericano en Moscú, por las mismas fechas proponía a las autoridades de su país "contener con paciencia, firmeza y vigilancia" las tendencias soviéticas a la expansión. El primero proporcionó la retórica a una interpretación que examinaremos de manera detallada más adelante.
Se ha escrito que el espíritu de Yalta había sido sustituido a estas alturas por el de Riga (es decir, el de los diplomáticos norteamericanos que, como Kennan, habían aprendido ruso en la capital de Letonia). El de la población del Mar Negro había conseguido hacer compatible un cierto wilsonismo idealista, deseoso de establecer un nuevo orden internacional en que la URSS jugara un papel importante con el prosaico respeto a las áreas de influencia, incluso aquéllas construidas por el puro uso de la fuerza. En cambio, para los diplomáticos de la capital letona, la propia existencia de la URSS como Estado revolucionario mundial resultaba un peligro de tal envergadura que resultaba inaceptable para las potencias democráticas. Pero, en realidad, el cambio de clima, aunque muy súbito en Occidente, se debió principalmente a un descubrimiento de la actitud soviética que pudo presentarse como una revelación y dar lugar a exageraciones y desmesuras pero que respondía a una visión radicalmente nueva de la realidad soviética, poco clara cuando la URSS aparecía como un aliado contra el Eje. La primera causa de la guerra fría fue, por tanto, la división ideológica del mundo.
El año 1947 fue decisivo y terrible en la configuración del mundo internacional de la posguerra. El origen de la expresión "guerra fría" se suele atribuir al periodista norteamericano Walter Lippmann pero algún especialista -Fontaine- ha llegado a rastrear su origen nada menos que en las coplas del infante Don Juan Manuel que la habría empleado para describir un conflicto que se desarrolló sin, al mismo tiempo, declararse. Esta tensión permanente e irresoluble pero, al mismo tiempo, no destinada a producir una nueva conflagración mundial confrontó, aunque de manera muy cambiante de acuerdo con el transcurso del tiempo, a las dos grandes superpotencias. De entrada el lenguaje empleado por los dirigentes no pudo ser más dramático. De la URSS dijo el presidente Truman que no entendía otro lenguaje que el del número de las divisiones de las cuales el otro disponía. La sustitución del secretario de Estado Byrnes, todavía deseoso de negociar con la URSS por el general Marshall, antiguo comandante militar de las fuerzas americanas en China en enero de 1947, supuso un giro decisivo en la política exterior norteamericana. Truman llegó a decir que desde los tiempos del antagonismo en Roma y Cartago no había existido un grado tal de polarización del poder sobre la Tierra. Ya en 1948 se multiplicaron los conflictos que en ocasiones pudieron adquirir un tono violento aunque tan sólo en la periferia.